
Autoridades no logran frenar robo y venta clandestina de agua en Santa Marta
Ya todo el mundo lo sabe. Se ha denunciado mil veces, pero nadie lo detiene. El robo de agua potable en Santa Marta no es un secreto, es una costumbre perversa que se afianza en la desesperación y la impunidad. En los barrios más pobres, el agua dejó de ser un derecho para convertirse en mercancía controlada por mafias silenciosas, poderosas y violentas.
En El Yucal, por ejemplo, de la llave no sale agua si no se paga. Allí, el líquido no lo administra una empresa pública, ni una autoridad estatal. Dos hombres —conocidos por todos y temidos por igual— controlan las válvulas y venden por hora el paso del agua.
Hasta $15.000 cuesta que fluya por una hora en una casa humilde. El que no paga, no bebe. Así de simple.
Y no es el único sector. Según la Empresa de Servicios Públicos de Santa Marta (Essmar), más de 60 barrios padecen la misma realidad: conexiones ilegales, válvulas manipuladas, redes clandestinas que roban el agua directamente de los tubos madres para llenar grandes albercas privadas. Desde allí se distribuye en pimpinas, se vende en carrotanques o se entrega gota a gota a quien pueda costearla.

“El agua se volvió poder”, dice con amargura un líder social del oriente de la ciudad, que hoy vive escondido tras recibir amenazas y sobrevivir a un atentado por atreverse a denunciar. “Te mandan panfletos, te declaran objetivo, y luego llegan a la casa armados. Esto no es solo ilegal, es criminal”.
Todos lo saben, pero nadie puede frenarlo
La Policía Metropolitana ha intentado desmontar estas estructuras. Hacen operativos, desconectan las conexiones fraudulentas. Pero al día siguiente, las tuberías vuelven a estar perforadas, las válvulas manipuladas, y el negocio ilegal en marcha.
“Estas malas intervenciones causan daños graves en la red, dejando sin agua a otras zonas de la ciudad”, explicó Isis Navarro, exgerente de Essmar.
El problema no solo es técnico, es estructural y social. El agua que se roban no solo se pierde: se redistribuye bajo amenaza y con fines de lucro.
Un negocio redondo en medio del desespero
Las modalidades son claras: puntos fijos clandestinos que venden agua por hora, carrotanques comprados a precios bajos para revender el agua en zonas altas, y pimpinas distribuidas sin controles sanitarios. Lo que debería ser un derecho básico, ahora se consigue como si fuera gasolina de contrabando.

En la ciudad todos saben quiénes son los que manejan las válvulas, quiénes llenan las albercas ilegales, quiénes cobran, amenazan y castigan. Pero nadie se atreve a enfrentarlos. “Están protegidos. Están rodeados de gente mala, peligrosa, armada”, comenta un trabajador de Essmar.
Una ciudad sitiada por su propia sed
Santa Marta no solo vive una crisis ambiental. Vive una guerra silenciosa por el agua. En sus barrios más vulnerables, el recurso vital es moneda de cambio, de poder, de chantaje. El agua llega para quien pueda pagarla, o para quien no moleste al que manda. Y el Estado, ausente o impotente, mira desde la orilla.
Mientras tanto, los más pobres deciden entre comprar agua o comer. Y los que denuncian, callan o huyen. Porque en Santa Marta, hoy por hoy, el agua tiene dueño. Y no es el pueblo.

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